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Día de la Independencia: Reflexiones antes del pozole
El presidente (o gobernante en turno, depende en qué parte del país estés celebrando) tañerá la campana y arengará a sus gobernados, quienes, de viva presencia en la plaza cívica o a través de la televisión, disfrutarán el festejo por el Día de la Independencia.
Corearán los nombres de personas a las cuales apenas han escuchado nombrar en la escuela y de los que no conocen más que lo leído en los libros de texto, con los que obtuvieron una visión simplista —como si fueran personajes del MCU; “este era bueno, este era malo” — sobre seres cuyas vidas tuvieron tantos matices y altibajos como la de cualquier otro.
Exaltado, con el corazón a punto de salírsele del pecho, el mexicano se encontrará en pleno festejo, buscando un rato de esparcimiento que buena falta le hace a la población de un país azotado por tantas desgracias y, al mismo tiempo, tan ajena a su propia historia.
¿Tenemos motivos para festejar el Día de la Independencia?
De manera por demás triste, la realidad nos muestra a un pueblo sometido, dócil, obediente y dependiente en muchos sentidos, cosa que no es de ahorita, ni de hace 50 años; ni siquiera desde el final de la Revolución Mexicana. Nuestro país se ha mantenido con el yugo al cuello prácticamente desde que fue reconocido como una nación «independiente» y esto no necesariamente implica conflictos bélicos, sino también distintos tipos de sometimiento pasivos.
¿Cuántos realmente conocemos nuestros derechos y obligaciones constitucionales? ¿De verdad estamos debidamente informados acerca de la situación que atraviesa el país? ¿Somos conscientes del tejido social tan dañado en que estamos inmersos?
La falta de información (o de interés por la misma) nos ha llevado irremediablemente a la alienación, la indiferencia y a tomar el escape “fácil” de la realidad. Nos dejamos hipnotizar a base de fútbol mediocre, telenovelas paupérrimas, programas baratos de adoctrinamiento, reality shows creados bajo lo que yo llamo «la cultura de la glorificación del pendejo» por su marcada tendencia a hacer famoso como sea a cualquier bufón sin talento, y barras matutinas superfluas, huecas e insultantes para cualquiera que se precie de ser una persona inteligente.
Sobre todo —y lo más grave— estamos infestados de noticiarios tendenciosos, mentirosos y convenencieros dirigidos por comunicadores vendidos al mejor postor como si de mercenarios o prostitutas mediáticos se tratase para mantener al pueblo a prudente distancia y «a salvo» de los asuntos que de verdad tienen relevancia y deberían importarle.
Una campanada de esperanza
Sin embargo, no todo está perdido. Si hacemos a un lado la desidia y asumimos que ser patrióticos va mucho más allá de comer pozole, tomar tequila, pasar un rato alegre y volver a la falsa sensación de que este país funciona, podríamos dar un par de pasos hacia una vida digna, justa, soberana y libre para sus habitantes.
Pese al contexto y connotación que se ha dado a la frase “El cambio está en uno mismo” desde hace tiempo, bien podría tener algo de cierta. No es que toda la responsabilidad de que México esté como está deba recaer sobre los hombros del ciudadano común, pero sí somos (al menos en teoría) los encargados de elegir a los gobernantes, diputados, senadores, delegados, al presidente y demás funcionarios que deberían velar por el bien común. Así como es nuestra obligación apegarnos a las normas impuestas por la sociedad, estamos en todo el derecho de desconocer y mandar al demonio a los servidores públicos que no cumplan con su papel de un modo adecuado y benéfico para todos.
También tenemos derecho a pensar por nosotros mismos y la obligación de no dejarnos manipular ni permitir insultos hacia nuestra inteligencia. Tenemos derecho a recibir información veraz y objetiva, y la obligación de compartir la información que los medios de comunicación convencionales no difunden (después de verificarla como es debido, claro está) por no convenir a sus intereses ni a los de sus jefecitos de pulcra apariencia pero asquerosa conducta.
Contamos con todas las herramientas para retomar el control de nuestra existencia como nación y festejar —ahora sí, con motivo— el Día de la Independencia. Tenemos, en calidad de prioritarios, el derecho y la obligación de conocer la historia de todos aquellos que participaron (para bien o para mal) en que este país naciera y se desarrollara de la forma en que lo hizo para no continuar instalados en la pereza mental y conformarnos con un grito de “¡Viva México!” que tiene más de consigna heredada y repetida sólo porque sí, que de un sentir auténtico y vibrante.
¿Qué opinas sobre los festejos del Día de la Independencia? Platícamelo en los comentarios de este artículo o a través de mis redes sociales:
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