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Ocaso
El lánguido último estertor de los rayos de sol dominicales es tan nostálgico como los dos agónicos, largos e intensos tragos a la caguama que acompaña el cierre de mi día.
Ambas circunstancias anuncian la lenta agonía que se desarrolla entre nubes y penumbras, llevándose consigo todo vestigio de lo que fue —o lo que ya no fue, pero pudo ser— y quizá suceda al término de la siguiente serie de cinco días Godínez, o tal vez no.
Es un patrón que se repite, incesante y eterno, como la tortura china en la que una a una, las gotas de agua caen cada dos segundos sobre la cabeza de la víctima, desesperándola primero y terminando, mucho tiempo después, por penetrar su cráneo y matarla.
Invariablemente, nos arranca de forma abrupta de entre el cobijo del descanso, del «No abro el correo», «No analizo nada», «No respondo el teléfono», y nos lleva al siguiente lunes de cada semana…de cada mes…de cada año.
¿Me invitas un cafecito?