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La invasión a Columbus, New Mexico: Un golpe de dignidad mexicana
Pancho Villa se dirigió al grupo de hombres que, armados a medias y con buenos caballos, reunió en la Hacienda San Jerónimo, cerca de Namiquipa, Chihuahua, el 17 de febrero de 1916. Planeaba invadir Columbus, New Mexico.
Tenemos una misión muy peliaguda. Vamos a pegarles a los gringos en su propia tierra y, de paso, a buscar al que nos estafó con el parque.
El objetivo: Samuel Ravel, un comerciante de armas a quien se le habían comprado rifles y municiones, y les jugó chueco. Tomando en cuenta que buena parte de las derrotas de la División del Norte durante los meses recientes —que derivaron en su desintegración— se debieron a la falta de parque y que Pancho estaba caliente y buscando con quién desquitarse, era lógico que fueran tras su cabeza.
Sed de venganza
Después de saber que Ravel vivía y tenía intereses en New Mexico, nadie dudó ni vaciló sobre lo que debía hacerse. Era el momento de cobrar todas las obstrucciones a los movimientos del ejército villista, las traiciones, los arreglos por debajo de la mesa con el vendepatrias Carranza. Había una factura pendiente mucho más grande que no quedaba saldada ni siquiera con el grotesco premio de consolación que representaba el haberle volado un brazo a Álvaro Obregón durante las batallas del Bajío. No; el villismo debía volver con nuevos bríos, demostrar que estaba todo menos muerto y asestar un golpe desde su nueva posición como movimiento guerrillero. Y, a la postre, lo conseguiría.
Como el miedo no anda en burro, Carranza mantenía comunicación con el lado estadounidense de la frontera a través de sus esbirros para intentar dar seguimiento a la posición del Centauro del Norte y sus tropas, dado que ya sabían que andaba por la zona y temían un ataque nocturno como los que Pancho acostumbraba. Dicho y hecho: su justificada fama de hombre elusivo y sumamente difícil de rastrear permitió que su gente lograra posicionarse y preparar la ofensiva.
El plan era sencillo: detener a Sam Ravel, «prenderle fuego a todas las propiedades de ese hijo de la chingada» (en sus propias palabras), atacar las estaciones del ferrocarril, telégrafo y teléfono, vaciar el banco local e incendiarlo también. Eso sí, siempre respetando las vidas de mujeres, niños y ancianos.
«¡A la carga!»
El 9 de marzo, 589 mexicanos conformaron la única invasión latinoamericana a Estados Unidos en la historia. Dejaron sus caballos en una zanja bajo Coot Hills, desde donde el General dirigiría la operación, y pusieron manos a la obra, de modo que a las 4:25 de la mañana los gritos de «¡Viva Villa!», «¡Viva México!» y «¡Yanquis hijos de la chingada!» sorprendieron a la milicia destacada en Camp Furlong, situado en el este de Columbus, haciéndola correr como pollos sin cabeza mientras trataban de enterarse de qué carajos estaba pasando ahí, al mismo tiempo que la ciudad estaba vuelta un desmadre entre la búsqueda de Sam Ravel (al que nunca encontraron, pero sí capturaron a Arthur, el más joven de sus hermanos), los incendios provocados por los invasores, el fallido intento de abrir la caja fuerte del banco y el robo de mulas, caballos y equipo militar. En todo caso, fue una operación rapidísima: en menos de tres horas Pancho Villa y su gente ya estaban en las afueras, observando cómo el centro de Columbus se consumía entre las llamas.
Ecos de New Mexico
Esta no fue, ni de cerca, la mejor acción militar de Pancho Villa. Estuvo mal planeada y peor ejecutada: no lograron agarrar a Sam Ravel, no midieron bien al enemigo y ni siquiera llevaban dinamita suficiente para volar la bóveda del banco. Sin embargo, logró algo que considero más producto de una genialidad que de la casualidad: el desgaste de la relación entre los estadounidenses y el gobierno carrancista, pues la posterior expedición punitiva en territorio mexicano para tratar de capturar al «forajido» no sentó nada bien entre los Constitucionalistas, a pesar de que la Casa Blanca había dado su reconocimiento como presidente al barbón de Coahuila e incluso permitió el paso de sus tropas por territorio norteamericano para contrarrestar la marcha villista sobre Sonora.
Histórica, emocional y psicológicamente, la invasión a Columbus, New Mexico, tiene un peso superlativo en nuestra historia. Nos hace recordar que alguna vez, en algún tiempo, alguien tuvo la gallardía para ir y decirle a Estados Unidos —con todo y la hegemonía que ha ejercido siempre sobre México— que con nuestra dignidad no se juega.
Hubo un puñado de valientes que, a pesar de lo que algunos «historiadores» (así, entre comillas) dicen, plantó cara para decir que nuestra soberanía no se vende. Alguien que, a pesar de su falta de cultura, a pesar de su temperamento volátil, tuvo siempre el autoconocimiento y la sensatez para descalificarse a sí mismo como candidato a dirigir el destino de este país con la intención de que lo hiciera alguien «más letrado» y, en teoría, «más honesto» —su único error—. Alguien como el hombre que aparece en este pasquín:
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