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El Teatro Juárez, una joya de la época porfiriana
Algo tienen los teatros de otras ciudades que atrapan con gran poder mi atención. No es que reniegue de la joya arquitectónica que tenemos en la figura del Palacio de Bellas Artes u otras de la Ciudad de México; quizá sólo es que la información que encierran esos lugares, tan lejana y ajena a mí salvo por lo aprendido durante las lecciones de historia en la escuela, se siente tan viva dentro de esos recintos, como si —precisa y apropiadamente— el telón se levantara para mostrarme sus secretos; como si pudiera ir hacia atrás en el tiempo y mezclarme entre toda esa gente con usos ahora en desuso y costumbres actualmente desacostumbradas. Eso precisamente es lo que me sucedió con el Teatro Juárez, en la ciudad de Guanajuato.
La fijación de Porfirio Díaz por la cultura europea (en concreto, por la francesa) enmarcaba con soberbio lujo el refinado gusto de la sociedad pudiente de aquel entonces a través de arquitectura como la de este recinto, engalanado en su interior con láminas de oro, estatuas de bronce y mármol de Carrara. Y ¿Qué decir de la soberbia fachada y el salón principal, cuyo diseño está inspirado en el Théâtre Royal de la Monnaie, en Bélgica? No es casualidad que la edificación de este portento tuviera un costo de 550 mil pesos de la época.
A este recinto llegaban a bordo de suntuosos carruajes todos los caballeros de rancio abolengo, siempre dispuestos a departir sobre los negocios: el ganado, la minas, la hacienda, el progreso y la modernidad que el presidente Díaz trajo para todos ellos, sin importar si los de abajo sufrían o no, porque, al final, ¿Qué derecho tenían a respingar? El progreso era para quienes dominaban la economía (algo que no ha cambiado mucho hasta nuestros días).
Estos refinados personajes disfrutaban tertulias que se convertían en increíbles desfiles de pipas, guantes y sombreros, pero también corsets y abanicos, pues hacían acto de presencia acompañados siempre de sus distinguidas esposas e hijas, envueltas en una deliciosa estela de finos perfumes franceses y listas para hacer gala de las habilidades que las convertían en dignas integrantes de la alcurnia guanajuatense: hablar francés, cantar ópera, saber bordar, tejer, dibujar, tocar la guitarra, el piano, el cello y el violín, además de declamar poesía. Ignoraban lo que estaba por suceder en todo el país, confiados y sintiéndose a salvo envueltos en su riqueza, mientras afuera, en el campo, se fraguaba la Revolución.
Hoy, a poco más de un siglo de distancia, el Teatro Juárez conserva no sólo la capacidad de transportarnos al pasado envueltos en esa aura misteriosa que se siente apenas cruzar sus puertas, sino su porte como escenario principal, año con año, dentro de las actividades del Festival Cervantino. A sus puestas en escena ya no acude la rancia crema y nata de una sociedad elitista, sino una multitud de espíritus jóvenes y libres ávidos de cultura y conocimiento. Te invito a conocerlo un poquito más y prendarte de su belleza en esta galería de fotos hechas por mí. ¡Que las disfrutes!
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