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Avaricia [Los siete pecados capitales]
La mayoría de las personas nos vemos en la necesidad de trabajar para ganar dinero con la finalidad de crear poco a poco un capital que nos permita desarrollar nuestros propios proyectos de vida o, por lo menos, cubrir necesidades básicas: alimento, techo, educación. Las cosas han funcionado así desde hace siglos y no hay señales de que el sistema económico imperante vaya a cambiar.
Del mismo modo, este mundo está lleno de placeres que tienen un costo, por mínimo que sea. Ir al cine, a comer a un buen restaurante, a algún museo, al teatro, a un concierto, son cosas a las que toda persona tiene derecho y debería poder acceder.
Comprar una casa, un auto, electrodomésticos, ropa, generar un negocio propio para incrementar la fortuna personal y ser capaces de darnos una vida digna nosotros mismos y a quienes debemos procurar, son cosas que cualquier persona en condiciones productivas desearía realizar. Son cosas que hablan de crecimiento y realización personal y nada tienen que ver con la supuesta avaricia que los dirigentes de la iglesia católica esgrimen como argumento para beneficiarse con el trabajo ajeno.
Ellos nos vendieron con éxito durante siglos la idea de que acumular riquezas es algo impuro, pecaminoso y hace llorar al niñito Jesús. Claro, siempre que lo hiciéramos para beneficio propio, porque si de engordar los bolsillos de sus jerarcas se trata entonces no hay ningún problema; a base de la compraventa en pagos chiquitos de un lugar en el cielo gracias al diezmo, el catolicismo se ha hecho de una fortuna que ni siquiera soy capaz de esbozar con la imaginación.
En contraparte, para todos es evidente (sobre todo en América Latina) quiénes pagan las consecuencias del saqueo a través del chantaje: miles de pueblos empobrecidos; millones de localidades que, en el mejor de los casos, apenas cuentan con algunos servicios básicos y en los que sus habitantes no reciben una educación que les permita cuestionar todo, discernir y analizar.
Pero eso sí, la iglesia del lugar siempre está impecable y lista pare llenarse de feligreses que se arrodillan ante un dios inoperante para pedirle que les socorra, que les permita llevarse un taco y una Coca bien fría a la boca durante el día y, de paso, se maravillan con el arte sacro, las esculturas, las pinturas, las paredes de las catedrales cubiertas por el oro que salió de las entrañas de nuestro suelo y que tendría un propósito más noble si estuviera destinado a brindar mejores condiciones de vida a quienes más lo necesitan.
Terminado el ritual, los creyentes siguen su camino, no sin antes entregar lo que les cuesta tanto trabajo ganar a unos cuantos parásitos que exprimen los bolsillos ajenos con la misma voracidad con que sodomizan sus espíritus.
¿Me invitas un cafecito?