Hace años tenía la costumbre de meter algo de ropa en una mochila, volar o moverme por carretera hacia cualquier destino y desconectarme por un par de días del trabajo, la rutina y, en general, del hastío generado por pasar tanto tiempo en un solo lugar.
Cuando llegaba a la ciudad elegida al azar, dejaba mis cosas en el hotel y salía a ver qué me deparaba el destino. Dependiendo de la hora, podía al kiosco de la plaza central para conseguir un mapa del lugar y conocer los lugares de interés o bien, al bar más cercano para refrescar la garganta y ver si la noche me traía algo de diversión.
Después de años de travesías solitarias y algunas otras con compañía, las aventuras quedaron suspendidas debido a mis nuevas ocupaciones, proyectos, gastos e inversiones, además de la pandemia que paralizó al mundo entero durante dos años. Sin embargo, uno siempre termina por volver a lo que ama.
Estoy deseoso de que mi sentido de la aventura despierte y me saque del relativo letargo en que la estabilidad me ha colocado. Tengo una súbita sensación de libertad, aunque me doy cuenta de que está un tanto oxidada y necesito recordar qué hacer con ella, pese a que me asusta un poco el no saber hacia dónde dirigirme, aún teniendo el mapa en las manos.
Necesito recoger mis alas y enseñarles (de nuevo) a volar.
¿Me invitas un cafecito?
