Siempre he tenido problemas para lidiar con el llanto de las personas a las que amo, sobre todo si se trata de mujeres. A veces he sido yo quien ha hecho brotar sus lágrimas y me ha quedado esa sensación de que pude haberlo evitado, de que no era necesario lastimar (ya fuera con mi comportamiento, acciones o palabras) y de que quizás ocasioné una herida que, si bien con el tiempo cierra, se queda ahí en forma de mirada limpia y cristalina que, sin ningún reproche, me dice: “Te perdono porque te quiero”, lastimándome a mí también a través del remordimiento, como si fueran espuelas clavándose en mis costados.
Supongo que de ahí se deriva el que, incluso sin ser yo el causante, me pese tanto verlas llorar. Es obvio que todos tenemos situaciones que provocan el llanto —de alegría a veces y de tristeza otras— pero cuando se trata del segundo caso no puedo soportar la idea de que ellas sufran.
Lloran con tanto sentimiento, con una inocencia tal, que no puedo evitar sentir un nudo en la garganta y tensar la mandíbula para evitar que el llanto me invada a mí también, porque alguien ahí tiene que ser fuerte, apoyar y consolar. Entonces las abrazo, las recargo en mi pecho, les acaricio el cabello y les beso la frente, deseando que mi alma pudiera salir por un momento de mi cuerpo para estrechar a las suyas y decirles sin palabras: “Oye, no importa lo que pase, yo siempre estaré aquí para protegerte”.
¿Me invitas un cafecito?