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Un closet lleno de sotanas
La iglesia católica suele convertirse (de manera negativa) en foco de atención de toda persona que esté en contra de la discriminación de índole sexual, pese a que aquello que tan fervientemente condenan se encuentra en todos sus niveles jerárquicos, dentro de un gran closet con forma de confesionario. En él habitan desde el siñorcura de pueblo que promete una entrada exprés al cielo a las familias que le entreguen a sus niños para purificarlos (me imagino que se referirá al efecto astringente del semen sobre el cutis) abusando de su ignorancia y fe (pésima combinación), hasta Norberto Rivera Carrera, a quien el diablo tenga a fuego lento y que durante años cubrió (¿con mecos?) los traseros de sacerdotes que han abusado sexualmente de seres inocentes que aún no debían despertar a la sexualidad, y menos de un modo tan infame y grotesco.
Por supuesto, entre este notable depravado y el más «humilde» de los sodomizadores hay toda una cadena de enfermos que, de manera impune, satisfacen sus perversiones tanto con menores de edad como con otros de su misma ralea.
Cada orden religiosa (o puticlub eclesiástico, como yo les llamo) tiene su colita que le pisen, acaricien y penetren hasta el cansancio. Por citar solo un ejemplo, de una fuente muy confiable supe hace años que cierta orden religiosa fanática de un tal Bosco cuenta entre sus filas con alguna significativa población de alumnos y maestros que gustan del amor físico entre hombres y, sin embargo, tienen que reprimir o por lo menos disimular su fascinación por la de caballero (la ropa, malpensados) y ceñirse bien las falditas para aparentar que no pasa nada cuando se quedan solos con el profesor o alumno dueño de sus sueños homoeróticos más chiclosos.
Qué frustrante debe resultar para estas criaturas del señor esconder la erección que les produce tener cerca a otro reprimido igual a ellos y no poder meterlo en su cama, todo por el qué dirán y la presión que viene de sus superiores, quienes, paradójicamente, comparten la misma excitación al imaginar a otro miembro (¡ja!) de su congregación en situaciones poco acordes con su pretendido celibato y pureza espiritual.
Deberían aprender de quienes no tienen miedo a la crítica de necios como ellos. Mientras la comunidad LGBT+ tiene el valor para decir «A mí me gusta una persona de mi mismo sexo», los apestólicos y romanos tienen que pasarse corriente uno al otro en las sombras, donde la sociedad a la que señalan con el dedo sin uña no los puede ver y, en consecuencia, juzgar.
Queda clara entonces la razón del odio e intolerancia que estos hipócritas manifiestan hacia quienes discriminan y condenan como si tuvieran derecho a decir a los demás cómo vivir, en tanto que apenas logran disimular sus verdaderas pasiones y deseos bajo una pretendida fachada de castidad.
¿Me invitas un cafecito?