Lo intentaron muchos: algunos bandidos, los Federales, Victoriano Huerta, Álvaro Obregón, Venustiano Carranza; incluso el gobierno estadounidense. Sin embargo, el General Francisco Villa moriría un día como hoy (pero de 1923) de una manera que nada tiene que ver con batallas, libertad ni honor.
El brazo ejecutor
Se dice que un tal Melitón Lozoya, agricultor duranguense y ejecutor de los bienes de la Hacienda Canutillo antes de que la familia Jurado la abandonara cuando empezó la tolvanera revolucionaria —y de que terminara en posesión del General Francisco Villa— malbarató todos los bienes de la misma. Cuando Pancho se enteró, lo mandó llamar y le dijo que o devolvía todo o se lo cargaba. Naturalmente, Lozoya le tomó odio y eso lo convirtió en el ejecutor ideal.
Melitón armó una especie de “Escuadrón de la muerte” para cumplir con su cometido. Reclutó a Librado Martínez, primo suyo; a José Barraza, a José Sáenz Pardo y su medio hermano Juan López Sáenz Pardo (así, con tres apellidos), además de los hermanos José y Román Guerra. Todos tenían en común el haber perdido algún familiar durante la Revolución, usualmente peleando contra la División del Norte. En resumen, se trataba de gente resentida, deseosa de venganza…y dinero.
Treinta y cinco pesos
Como sucede en los casos escandalosos de asesinato, siempre hay un cerebro encargado de hacer que otro dedo tire del gatillo. Detrás de este grupo de matones baratos estaba ni más ni menos que la “crema y nata” de la ciudad de Parral: Jesús Herrera, hermano de Maclovio y Luis (ex aliados villistas), quien fungía como Director de la Oficina del Timbre en Torreón; Gabriel Chávez, socio de Jesús Herrera, comerciante y ganadero; Ricardo Michel, ex general villista; el suegro de éste, Felipe Santiesteban; Eduardo Ricaud, masón y comerciante; Tranquilino Payán, Alfonso Talamantes, Ramiro y Jesús Montoya, Dionisio Arias y Guillermo Gallardo Botello. Se les uniría después Jesús Salas Barraza, entonces diputado local por El Oro, Durango, quien terminó dirigiendo la operación porque Melitón era un incompetente cuyo equipo nada más no lograba emboscar al Centauro del Norte a pesar de haber empezado a visitar la ciudad el 10 de mayo e instalarse definitivamente el 7 de julio cobrando 35 pesos por semana cada uno.
Los hombres detrás de la cortina
Entre las sombras, otros personajes de mayor relevancia hacían su parte, como el presidente municipal, Genaro Torres, quien ordenó que un grupo de peones de obras públicas cavaran una zanja al inicio de la calle Gabino Barreda (en cuya esquina con la avenida Juárez se apostaban los asesinos) supuestamente “para dragar un gran charco”; misma que terminaría por atascar las ruedas delanteras del auto de Pancho Villa.
En otra curiosa coincidencia, ese día la guarnición militar de Parral salió “para entrenar para el desfile del 16 de septiembre en Maturana” casi dos meses antes del evento y en una población con calles que para nada se prestaban a ese propósito.
La suciedad se extendía hasta niveles estatales y federales. Existe la versión de que tanto el General José Agustín Castro, Gobernador de Durango; el General Joaquín Amaro, el entonces Presidente de la República, Álvaro Obregón, y Plutarco Elías Calles, quien lo sucedería en la silla grande y luego fundaría el Partido Nacional Revolucionario (PNR) —antecesor del PRI— no sólo estaban al tanto del complot, sino que habrían dado su aprobación.
El legado de los conspiradores
La Guerra Cristera, el Maximato, la ya mencionada creación del PNR y su transformación en el PRI —entre otras atrocidades que se han sumado a la lista de razones por las que México no ha tenido un desarrollo óptimo en cuanto a lo social, político, económico y cultural se refiere— han sido la infame herencia de estos personajes. Ninguno de ellos ha pasado a la historia con la gloria, el misticismo y la relevancia que envuelven al General Francisco Villa, por más que haya hasta alcaldías en la capital del país con el nombre de alguno de ellos.
Ninguno es recordado con tanto cariño por el pueblo como sucede con el Centauro del Norte. Ninguno de sus descendientes hincha el pecho y presume orgulloso su origen como quienes tienen el honor de llevar en sus venas la sangre de aquellos valientes que pelearon por la causa villista.
Estos individuos lo habrán destruido físicamente, incluso sus sucesores pretendieron ensuciar su nombre a base de leyendas negras, calumnias, omisiones y apelaciones al olvido colectivo; pero no caigamos en el error de pensar que Francisco Villa murió. Sus ideales continúan vigentes entre quienes continúan buscando que México sea un país para todos los mexicanos y no sólo para unos cuántos.
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