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Huatulco y Zipolite: Dos relucientes joyas del Pacífico oaxaqueño
En estos días de calor, lluvia, calor de nuevo, otra vez lluvia y más calor nocturno gracias al bochorno producido por esos dos factores combinados, ¡Cómo he extrañado aquella ocasión en que pasé algunos días en Huatulco para después ir a Zipolite a broncearme completito!
En mi opinión, esas son las dos mejores playas que hay en Oaxaca. Huatulco es un auténtico paraíso que, además de su belleza natural, cuenta con la Certificación Internacional Earthcheck, que lo avala como un destino turístico sustentable poseedor de playas limpias y de la mejor calidad; no sé si sus nueve bahías cuenten con esa certificación, pero las seis que recorrí estaban hermosas e impecables.
Cada una tiene su encanto propio; Santa Cruz fue la primera que conocí y se convirtió en mi bahía de base, en parte por su cercanía con el hotel donde me hospedé y otro poco por el excelente servicio que brindan los restaurantes de la playa.
Ahí conocí al buen Alex, uno de tantos meseros siempre dispuestos a atender al turista con amabilidad. Conocí también a un gringo que se acercó a pedirme un cigarro; el hombre tendría unos cuarenta y tantos años, con aspecto descuidado pero una mirada y sonrisa sumamente agradables. Cuando se fue con el cigarro, Alex me platicó que un buen día el tipo llegó en uno de tantos descansos que toman los cruceros en esa bahía, desembarcó y después ya no le dio la gana regresar a la nave, así que se quedó a vivir ahí, en la playa, sin más que lo que llevaba puesto y a expensas de lo que se pudiera encontrar o lo que los turistas le regalaran. Fue la primera vez en esos nueve días de viaje que sentí el impulso de hacer lo mismo y no volver, pero pude silenciar esa vocecita dentro de mi cabeza y volví a poner los pies en la arena.
La Entrega es como una enorme alberca de color turquesa; está flanqueada por rocas y una pequeña plataforma que hacen sentir seguro a cualquiera, y con esto me refiero a que siempre he sido muy respetuoso con el mar, por no decir miedoso; en mis viajes anteriores me había limitado a meter los pies al agua para sentir la espuma y nada más, pero algo tuvo de especial Oaxaca que me hizo dejar de lado el exceso de precaución y atreverme a entrar hasta que el agua me cubriera el pecho. No suena a la gran cosa, pero de verdad, para alguien que se siente intimidado por el mar a tal grado, fue un enorme logro.
Además, estuvo lindo tomar un tour en lancha desde ahí para recorrer los alrededores; así tuve oportunidad de conocer La Bufadora, que es una formación rocosa a la salida de la bahía en la que la corriente marina, al estrellarse en la superficie visible de las rocas, arroja agua y espuma hacia arriba deleitando a todo el que la ve. También pode visitar la Roca del León y otra perspectiva de Santa Cruz y su muelle, que ¡Cómo me llamaba a explorarlo y tomar buenas fotos desde su extremo! Pero desafortunadamente el acceso estaba restringido. De lo que no me quedé con las ganas fue de unos deliciosos ostiones en su concha fresquecitos, recién arrancados del mar y listos para ser acompañados con limón y salsa picante.
El Arrocito es una de esas joyas no tan fáciles de encontrar, pero una vez que das con ellas te enamoras. Para acceder tienes que bajar una escalinata de piedra no muy larga y, en cuanto estás ahí, te sientes acogido por lo pequeña que es en comparación con las demás bahías. La vista es deliciosa, el tono esmeralda que adquiere el mar por ratos contrasta bellamente con el ocre claro de la arena y los distintos tonos de las rocas. La comida es increíble y, de hecho, me atrevería a decir que fue la mejor que probé en todo Huatulco: ese día me empaqué una mariscada como de un kilo que contenía arroz, pulpo, ostiones y camarones, un par de cervezas oscuras y de postre un flan, todo por la módica cantidad de 400 pesitos aproximadamente. Pudiera parecer caro, pero de verdad, en cuanto pruebas esas delicias el precio es lo que menos importa.
Como cereza en el pastel, casi no me tocó gente ahí: solo alguna familia y un par de parejas que seguro estaban turisteando; de ahí en fuera el resto de la compañía era la gente que atendía el restaurantcito y los zanates que se bañaban en una pequeña corriente de agua que bajaba de las rocas hacia el mar mientras permanecían al acecho, esperando cualquier descuido para robar uno de mis camarones.
El Maguey es del estilo de El Arrocito, pero va mucha más gente y no tiene el toque de intimidad de esta última. Sin embargo, es un lugar agradable para tomar unas cuantas chelas, comer, disfrutar la brisa marina y darse un buen chapuzón.
Nunca falta el pelo en la sopa y ese fue Tangolunda. Sobrevaluada a más no poder, está rodeada por los hoteles de mayor prestigio y eso provoca que el acceso a la playa sea una odisea: los alrededores están bardeados y para entrar y salir sin ser huésped de alguno de estos hoteles hay que meterse por el extremo derecho de la playa (mirando de frente al mar), previo cruce de un pequeño manglar cuya vereda está en pésimas condiciones. Definitivamente no vale la visita, pues nadie puede permanecer demasiado tiempo en la arena gracias a que la playa está muy inclinada y el mar es bravo en esa zona. Es un lugar pretencioso y sin gracia, pero sirvió para matar la curiosidad y ver que no hay gran cosa por ahí.
Decidí volver entonces a Santa Cruz para despedirme de Huatulco; de hecho tenía que haber estado desde ese mismo día en Zipolite (era ya el sexto de recorrido) pero lo estaba pasando tan bien que se me fue la onda y la verdad no me arrepiento: fue el día que le perdí el miedo a Poseidón y me atreví a nadar de muertito en la bahía, me gustó tanto esa sensación de etérea libertad que no quise salir del agua hasta que llegó la noche y la oscuridad y los sonidos del mar me dijeron que era mejor idea ir a la orilla a cenar y tomar una cerveza. No podía haber mejor manera de despedirme de un lugar tan bello, aunque el viaje deparara cosas aún mejores para los restantes tres días.
Adiós, Huatulco. ¡Hola, bronceado de cuerpo completo!
A la mañana siguiente tomé camino hacia Zipolite; primero abordé una Combi de techo alto y equipada con aire acondicionado (cosas que agradecí infinitamente); subí por las zigzagueantes curvas de la sierra sobre un camino de dos carriles durante casi una hora para después abordar un taxi colectivo que me dejó a unos pasos del hotel más maravilloso que he conocido hasta ahora: el Nude, y la playa más libre de nuestro hermoso país.
Apenas tomé la habitación que tenía reservada y terminé de desempacar, salí a disfrutar las instalaciones y comodidades que el hotel ofrece. Si alguien creyó en algún momento que estar en un área nudista iba a cohibirme aunque fuera un poquito, se equivocó al grado de que yo era el único en pelotas dentro de la alberca; además de mí, había una pareja de alemanes ya entrados en los cuarentas, una familia completa, una parejita de chicos que seguramente viven en la zona porque nada más fueron de entrada por salida ese día, y un viejo panzón y calvo con cara de libidinoso.
Me divertí mucho observando cómo el resto de las personas fingían no verme mientras flotaba boca arriba con el salami moviéndose al compás del agua y casi solté una carcajada cuando una familia que acababa de llegar para instalarse en el hotel le preguntó a la recepcionista “por qué había un tipo nadando desnudo en la alberca”, a lo que la chica respondió que las políticas del hotel lo permitían. Me dieron ganas de agregar «Además el hotel se llama Nude, ¿no les indica algo?» pero me aguanté porque no hubiera sido buena idea tener un altercado al primer día de haber llegado ahí.
En otro momento llegó una nueva familia a pedir habitación; eran papá, mamá y dos hijas, una preadolescente y la otra en plena edad de la punzada. Mi pito y yo nos encontrábamos igual que el día anterior, flotando libremente en la alberca un rato; escuché a la hija adolescente decir «Papá, ¿puedo nadar sin ropa?» a lo que el papá respondió con un rotundo y casi angustioso «¡No!». Por poco me ahogo de la risa ahí mismo.
Salir a caminar a la playa al atardecer fue un ritual que repetí los tres días que permanecí ahí y cada uno de ellos me regaló diferentes postales del sol escondiéndose entre las rocas mientras parecía ser devorado por el mar. Juro que no quiero caer en el cliché y decir algo como «¡Qué hermoso atardecer, jamás había visto algo así!», pero en verdad, las palabras no me alcanzan para describir la dulce paleta de colores que alegró mi vista todos esos días; iba de los alegres amarillos, naranjas y rojizos que indican la llegada de los últimos minutos de la tarde a las tonalidades rojizas más oscuras y sanguinolentas, y las púrpuras que poco a poco se fusionaban con el tono primero plomizo y después profundo del comienzo de la noche.
Una de esas tardes ocurrió algo muy especial: fui a comer pescadillas en uno de tantos locales de comida que se encuentran frente a la playa y por mera curiosidad se me ocurrió preguntarle al tipo que atendía dónde podía conseguir un poco de marihuana; siempre había tenido ganas de fumar al disfrutar la brisa marina. Fue más fácil de lo que pensé; me pidió 50 pesos, fue a quién sabe dónde y listo: ya tenía en mis manos un molote del tamaño de un huauzontle y además me había forjado un churro y regalado tres sabanitas.
La guardé para más tarde buscando el momento adecuado y este llegó cuando salí por una caguama a la tienda de la esquina (en el hotel no vendían más que ampolletas y con ese calor yo necesitaba cantidades más grandes para refrescarme). Eran aproximadamente las seis de la tarde y, mientras caminaba de regreso al hotel, voltee a ver el cielo; los tonos rojizos apenas empezaban a mezclarse con los violáceos. Ya en la playa, junto a una roca bastante grande que separaba ese pedacito de paraíso del que correspondía al hotel vecino, me entregué a las bondades de la mota oaxaqueña. El resto de lo que pasó me lo reservo, pero definitivamente es algo que todos deberíamos hacer por lo menos una vez en la vida. Además, dormí como bebé, algo perfecto para los planes del día siguiente.
Tenía contratado un paseíto en lancha que estuvo aún mejor que el que tomé en La Entrega; no solo recorrí las bahías Panteón, Puerto Ángel, Estacahuite, La Mina y El Muerto, sino que tuve oportunidad de parar a comer y chelear en una de ellas, hacer snorkel en un arrecife y adentrarme un tanto en mar abierto para ver algunas tortugas y una mantarraya volando fuera del agua, a lo lejos. Faltaron los delfines (alguien comentó que a eso de las seis de la mañana sí los habían podido ver) y las ballenas, pero esas aparecen entre noviembre y febrero; habrá que volver para saludarlas.
Hace un par de párrafos dije que Zipolite es el paraíso y créeme, no estoy exagerando. El excelente servicio y atención del personal del Nude y sus instalaciones rústicas pero cómodas que invitan a hacer de la visita un paseo sumamente romántico y/o erótico son todo un agasajo; la deliciosa comida del lugar, a la que le entré con gusto y variedad: desde las pescadillas que vende el compa que me consiguió la mota hasta el langostino que me empaqué unos cuantos locales más adelante o las delicias que comí en Piedra de Fuego, un restaurantcito escondido entre las escasas calles de la localidad al que llegué por recomendación de un buen amigo y de cuyo sazón simplemente me enamoré.
La indescriptible sensación de libertad que da la arena entre los dedos de los pies y el saber que estaba desnudo a la vista de todos sin que a nadie le importara, simplemente no tiene precio. La caricia de la brisa en cada rincón de mi cuerpo opacó totalmente a la excitación del primer día producida por el hecho de ver coños y tetas hacia donde volteara; después de un rato se vuelve algo tan natural, tan cotidiano, que prácticamente no tenía que preocuparme por alguna erección inesperada y lo único por hacer era disfrutar mientras el sol doraba toda mi piel y el agua la refrescaba; con precaución, claro, que la playa de Zipolite da al mar abierto y su fondo se ha alimentado de cadáveres de incautos desde tiempos prehispánicos.
Me pregunto en qué momento se le ocurrió al ser humano ocultar su desnudez y convertirla en objeto de pudor o vergüenza y por qué diablos no me quedé a vivir ahí para subsistir vendiendo pescadillas a los turistas, dorar mi piel hasta obtener el mismo hermoso color que la gente del lugar y ser libre de todo.
Tal vez algún día, cuando esté viejo y harto de todo esto, me retire a pasar mis últimos años allá. Mientras, te invito a disfrutar un par de galerías fotográficas de estos dos bellos destinos turísticos haciendo click aquí y aquí.
¿Me invitas un cafecito?
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