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Niños robotizados
Cuando tenía siete años, mis padres tuvieron a bien llevarme al catecismo para que hiciera mi primera comunión. No recuerdo cuánto duró el curso, fue de meses —creo— y terminé tan aburrido y harto de las explicaciones incoherentes de mis «maestros» que, nada más salir de la ceremonia, empecé a sacarme todas esas cosas de la cabeza.
No concebía, por ejemplo, cómo alguien era capaz de estar a punto de sacrificar a su propio hijo e iba en serio hasta el momento en que otro señor se le apareció y le dijo “No wey, espérate, era bromi para probar tu fe”, o cómo ese mismo señor fue capaz de destruir dos ciudades solo porque no le gustaba su estilo de vida ni estaba de acuerdo con sus preferencias sexuales. Y es que el Antiguo Testamento, si ha de decirse algo a su favor, resulta una interesante y mórbida colección de terroríficos relatos repletos de intolerancia y crueldad.
Me vino a la mente el recuerdo gracias a una señora que conozco y su pequeño hijo de ocho años, de quien, muy emocionada, me contó que el niño estaba yendo al catecismo.
—A ver, hijo, enséñale lo que estás aprendiendo— Dijo al chiquillo, con el orgullo desbordándosele.
Ahí tienes al pobre hombrecito recitando la sarta de incoherencias que le estaban grabando en la cabeza, todas de corrido, sin respirar ni parpadear, como perico. Como autómata. De sobra está decir que esta señora era la mujer más feliz del mundo con eso.
Vaya forma de robarle la chispa a alguien. No me parece justa la robotización a la que los niños se ven sometidos sólo por dar gusto a sus padres y seguir una imposición social. Visualízate a ti mismo (o recuérdalo, si estuviste bajo una situación similar a la descrita arriba) repitiendo algo una, y otra, y otra, y otra vez por los siglos de los siglos amén (bueno, sólo durante dos años) y recibiendo respuestas tan infundadas y retrógradas como «Ezdeke así dice la sagrada biblia», o «Porque así ha sido siempre» a cada pregunta que hicieras sobre el porqué de las cosas.
Regresa a cuando tenías siete u ocho años y alguien te sembró en la cabeza que debías sentirte culpable por todas las travesuras que hayas hecho, desde la más inocente hasta cosas un poquito más hardcore (que, a fin de cuentas, no dejan de ser travesuras) y que, además de tener esa sensación atravesada, debes ir a contarle tus asuntos a un señor que ni conoces, ni de tu familia es, ni tiene la autoridad para decirte nada y mucho menos imponerte un castigo.
No está bien quitar a un niño su carisma y picardía naturales, de una forma tan atroz y coercitiva. Una cosa es educar y otra es hacer una lobotomía.
¿Me invitas un cafecito?