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Esta no es una canción de Navidad; esta es tu vida
No es como si esta composición (que bien puede tomarse como una “Canción de Navidad”) hablara de campanitas tintineando, renos adictos al LSD o palomas que le hacen de chivo los tamales a un pobre carpintero al que no le alcanzó para pagarle el parto a su mujer en un lugar decente.
Esta canción, de hecho, habla de paz, que —en teoría— debe ser el objetivo principal cuando uno piensa en estas fechas.
A veces, desearla se vuelve un tanto contradictorio. Queremos que deje de haber tanta violencia en las calles pero andamos por ahí, peleándonos con medio mundo por cualquier tontería. Nos indignamos porque la violencia deja miles de muertos a lo largo y ancho del país, pero ¿Qué tal cuando pescamos in fraganti al vecino que no recoge la caca que su perro dejó frente a la puerta? ¿O cuando el conductor de enfrente se nos mete sin poner las direccionales? ¿Verdad que uno se prende en corto?
¿Qué tal cuando hay algún conflicto familiar que consideramos “irreconciliable”?
Dejémonos de tonterías. Lo que necesitamos es bajarle dos rayitas al ego, ese que nos orilla a hacer una tormenta en un vaso de agua, a convertir un pleito que no debería pasar de un par de horas de enojo en una catástrofe que nos aleja por tanto tiempo de la gente con la que nos enojamos, que después ya ni recordamos el motivo.
Hay familiares que se dejan de hablar por malos entendidos, chismes, incluso problemas de dinero. Es duro doblar las manos, ¡Si lo sabré yo, que recuerdo muy bien a una persona a quien perdoné apenas un año antes de su muerte! Es triste cuando eso pasa. Terminar odiando a una persona a quien en su momento quisiste mucho y, tiempo después, ver cómo esa misma rabia se diluye hasta llegar al punto en que su recuerdo te evoca absolutamente nada. Es difícil y lastima mucho.
Cuesta muchísimo sincerarse, aprender a decir “La cagué, fue sin querer, fue un malentendido”. ¡Pero en serio! No nada más por pasar la Navidad en buenos términos, ni por convivir o por ser diplomáticos. Uno debería saber ofrecer una disculpa antes de que sea demasiado tarde; ojalá todos tuviéramos la capacidad de recapacitar y enmendar, en la medida de lo posible, las cosas a buen tiempo.
Yo mismo he pedido perdón, estando ahogado en alcohol, a sabiendas de que después sería la comidilla solo porque “les pareció gracioso cómo dije las cosas”. Ahí estuve, balbuceando “Perdóname, viejo; te quiero, viejo”, sin importar que después alguien se burlara o tomara eso como una anécdota chusca y sin importancia, pues para mí fue una catarsis, una liberación que me despojó de todo odio y rencor. Si el precio por recuperar un poco de lo que vivimos juntos fue ese, sobres; ahí estuvo la billetera abierta.
Deseo que, si alguien va a tomar aunque sea una mínima parte de conciencia de esto, utilice la Navidad como plataforma para dar un paso adelante. Suavicemos, aprendamos; perdonemos, si consideramos que vale la pena: cuando se trata de aquellos a quienes se amó y, lo más importante, todavía se ama. Bajemos la guardia por un momento —que al final no nos llevará a nada bueno—, disfrutemos a esas personas, porque tenemos la fortuna de compartir con ellas este punto del tiempo y el espacio. Asumamos de una vez que esta condición no está comprada y que, si hay que llorar, se nos deshagan los ojos de una vez y viéndonos de frente, no hasta que haya una lápida de por medio.