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Una familia bonita
Cierto día entre semana, hace algunos años, en la hora pico de la salida de las hordas Godínez: entre seis y siete de la noche.
Con el tren lleno a tope, abordó una familia pequeña: papá, mamá e hija. Como pudieron, llegaron al fondo del vagón, donde me encontraba; les hice un hueco pegándome más a la puerta y dejando que se acomodaran junto al tubo para que les fuera más fácil sostenerse. La niña llamó mi atención de una forma especial; tenía puesto un gorro lila y, cuando se descubrió, vi que su cabecita parecía la de un niño por el cabello tan corto.
De repente se sintió cansada y pidió a su mamá que la cargara; la señora, como pudo, levantó a su chamaca, aunque un par de veces le advirtió:
—Bueno, te cargo, pero pesas mucho y a lo mejor te bajo, ¿Eh?
La niña respondió besando a su mamá, jugando con su cara y mordisqueando suavemente su nariz mientras la mamá hacía lo propio. Entre risas, le dijo:
—Me gusta tu cabello, mamá. Tu cabello es bonito.
Entre las risas y la ternura de sus palabras, me di cuenta de la bonita familia que formaban porque, mientras ellas jugaban, el papá las observaba con una leve sonrisa en los labios y una mirada que parecía decir “Estas son mis dos mujeres”.
Por un momento tuve ganas de decirles lo que pensaba, tal cual: “Qué bonita familia son, ¡Felicidades!”, pero consideré que estaba fuera de lugar, lo que es gracioso porque para otras cosas —como gritarle en la cara a alguien que se vaya a la mierda— no tengo ningún empacho.
Sin embargo, me conformé con permitirme el conmoverme, abrirle espacio a la señora para que pudiera sentar a su nena en el asiento que quedó libre cerca de mí y seguir el recorrido un par de estaciones más, antes de dedicarle una sonrisa a la niña y salir del tren con el pensamiento de que algún día, tal vez, podría tener una familia bonita como esa.
A tanto tiempo de este recuerdo, el deseo y la posibilidad de formar una familia se han reactivado, como si de un milagro se tratara…
¿Me invitas un cafecito?