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Oda a la carretera
¡Qué bella es la carretera!
Los parajes que disfruto al mirar por la ventana tras abordar un autobús son una invitación abierta a imaginar, disfrutar y volar.
Cuando tomo camino (generalmente hacia el norte, aunque últimamente puede variar), el paisaje ofrece pastizales perennes y amarillentos que se interrumpen por pequeños lagos creados artificialmente para mantener las siembras aledañas en buenas condiciones. Los cerros, que se aprecian más lejanos de lo que tal vez son en realidad, parecen puñados de café molido con esa textura uniformemente surcada, sirviendo a manera de telón al pastizal más alto y reverdecido que se aprecia más adelante.
Una canaleta de agua transparente, una peñita que se levanta en medio de otro lago más grande que el que vi hace unos kilómetros. Las personas que, a bordo de pequeñas canoas, parecen buscar algo entre los juncos. Los caballos que beben del riachuelo aledaño, las aves que parecen flotar sobre una de sus delgadas patas con una gracia encantadora. De nuevo viene el pastizal amarillo, uno más, otro que parece haber sido tocado por la bendición reverdecedora de las aguas y tiene un bello aspecto de tierra mojada al fondo.
Los arados, los tractores, las cercas que delimitan los sembradíos de cada quién, el cielo azul pleno de nubes con apariencia de algodón de azúcar. El sol tímido que no se decide a quemarnos del todo, pero asoma su sonrisa dorada y nos acaricia con ella.
Poder disfrutar estas cosas tan sencillas me hace sentir contento por las bendiciones que tengo en mi vida, agradecido por el trabajo que me permite pagar estas experiencias. Por sentir esa calma en el pecho, la hinchazón de los pulmones al aspirar hondo, los ojos bien abiertos para devorar con ellos todo lo hermoso que se les pone enfrente.
Si existiera un dios, en ese preciso momento y por escasa ocasión, estaría en total comunión con él.
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