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Fénix
Se dice en la mitología que el Fénix muere cada quinientos años en medio de un nido construido por él mismo para tal propósito; lo forma con hojas secas de plantas aromáticas y espera pacientemente a que los rayos del sol hagan su trabajo incinerándolas con él dentro hasta consumirlo totalmente y reducirlo a cenizas, de las que renacerá la misma ave eterna sin otra posibilidad de perpetuar su especie, y a sí misma, que a través de la autoinmolación y su posterior y glorioso resurgimiento.
Hace una década y después de casi cinco años de pensarlo detenidamente, decidí tomar como punto de partida para cierto proyecto al Fénix, enlazándolo con otras cosas que me gustan y cuyo significado tiene un peso importante en mi vida, creando un concepto un tanto intrincado y pacheco (aunque juro que no me metí nada). El resultado tiene como protagonista a la mítica ave que, en cierta manera, me trae a la mente los recuerdos de aquellas ocasiones en que me he tenido que levantar para salir del hoyo en que he caído y seguir adelante. Por supuesto, y esto es algo seguro como el infierno, que no he sido el único que se ha inspirado en ella; entre los millones de ocasiones en que ha sido tomada como estandarte por alguna persona o incluso institución, figura en el escudo del equipo de fútbol de mis amores.
La final de la UEFA Champions League 2005, allá en Estambul, fue el momento en que me enamoré de este equipo. Jamás vi a ningún otro jugar con semejantes huevos, determinación y coraje para revertir una desventaja que representaba una inminente derrota y terminar arrancándole de las manos al arrogante favorito AC Milan de Maldini, Stam, Seedorf, Gatusso y Shevchenko, la ansiada orejona. Las aparentes víctimas, comandadas por Gerrard, Alonso, Carragher, Riise y Dudek, terminaron demostrando que el verdadero rival a vencer siempre será uno mismo en combinación con sus miedos. Para muestra…
El Liverpool FC cuenta, además, con el que quizás es el himno más bello entre todos los que existen en el mundo del fútbol. Himno que, dicho sea de paso, es compartido con el Celtic FC, y se canta con la misma intensidad y pasión en el Celtic Park de Glasgow que en Anfield Road. Si una canción es lo suficientemente bella, conmovedora y esperanzadora para hermanar a las aficiones de dos equipos de gran tradición originarios de países que tienen un historial muy poco amigable, entonces se convierte en un himno no solo deportivo, sino mundial. Y todo gracias a que hace muchos años, en casa de los Reds y sin intención de que la cosa trascendiera, alguien tuvo a bien entretener a la afición poniendo en los altavoces la famosa rolita de Gerry & The Pacemakers, banda originaria del histórico puerto inglés.
Hablando de liverpoolianos, mis consentidos se hacen presentes como mejor lo saben hacer: aportando esta joya al concepto, uniéndola a You’ll never walk alone como himnos gemelos que presentan una paradoja dentro del mismo.
La paradoja se encuentra en que, en contraparte a la naturaleza solitaria del Fénix, yo nunca he resurgido solo; y esto, más que hablar de dependencia o insuficiencia, habla de la fortuna que tengo al contar en mi vida con personas valiosas en las que sé que puedo apoyarme confiando ciegamente. Mis padres, mis hermanas, mis tíos y mis primos. Los amigos y amores que han estado conmigo a la hora de echar desmadre y pasarla bien, pero también cuando las cosas se han puesto complicadas y he necesitado desde un consejo o un oído paciente hasta la calidez de un abrazo.
Es curiosa la manera en que fue saliendo el tattoo, todo muy natural, sin querer y sin forzarlo: la primera sesión la tomé un 14 de septiembre, un par de semanas antes de mi cumpleaños y justo en el aniversario luctuoso de mi abuelita Francisca, quien, para mi, fue tan madre como mi progenitora; la tercera sesión —la más dolorosa, por cierto— cayó exactamente el 2 de noviembre, fecha en que, como buen mexicano, me vinieron a la mente los recuerdos de ella y de su esposo, mi abuelito Manuel, a quienes aún no dejo de recordar y llorarles de vez en vez con nostalgia y alegría al mismo tiempo. La quinta y última fue al cumplir exactamente los tres meses de trabajo (del artista) y dolor (mío).
Valieron la pena todos y cada uno de los pinchazos, la presión en las muelas por tener apretada la mandíbula para no quejarme de más, la espera, la cicatrización que aún no termina y me tiene un tanto impaciente. Vale la pena que algo que comenzó como un auto-regalo de cumpleaños a honras de mis treinta primaveras terminara combinándose con el regalo navideño de mí para mí, que su significado sea tan profundo y especial que trascienda mi individualidad y se convierta en un sincero y amoroso homenaje para todos aquellos que enriquecen mi vida, hacen surgir las cosas buenas que hay en mí, me ayudan a seguir creciendo día tras día y, simplemente, están.
Para todos ellos, para mí, esto es atemporal y no tiene fecha ni momento.
¿Me invitas un cafecito?