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CUENTO – El crepúsculo de una ilusión
Aviso legal
El cuento que estás a punto de leer es un mero ejercicio literario, realizado por su autor hace algunos años para un fanzine temático. De ningún modo ensalza conducta violenta alguna ni pretende hacer apología del delito; el autor repudia actos violentos de cualquier índole. Considérese, pues, como lo que es: una pieza de entretenimiento. Dale play a la canción que aparece debajo para acompañar la experiencia y disfruta la lectura.
Bernardo nunca supo a ciencia cierta qué originó la situación por la que atravesaba con Sonia. Tal vez fue su excesiva dedicación al trabajo y que su sueldo no fuera suficiente para darle la vida estable —adornada con algún lujo repentino— que le había prometido, o el tener que vivir en un departamentito que distaba mucho de ser lo que planearon para su vida juntos, o la rutina.
—Pudo ser eso o cualquier otra cosa —reflexionó mientras su mente trabajaba a marchas forzadas sin encontrar una razón convincente y, aunque el tiempo corría acorde con la lentitud de los granos que pasan de un lado a otro del reloj de arena, para él cada minuto pasaba con un ritmo vertiginoso sentado a solas y sin ordenar nada en una mesita de aquel café al aire libre, donde el crepúsculo se había combinado con la acogedora atmósfera del lugar.
Su naturaleza aprehensiva y el nerviosismo que le producía lo que estaba a punto de suceder le hacía sentir las miradas de absolutamente todos los demás comensales, tan ajenos y tan pendientes al mismo tiempo de cada movimiento suyo, como si fueran dardos clavándose en su nuca.
Esperar que ella cruzara el umbral en cualquier instante lo tenía inquieto en demasía, sobre todo porque ella no esperaba verle ahí. La música que sonaba en los altavoces para amenizar las charlas de los asistentes tampoco ayudaba mucho. Hacía tiempo que no escuchaba esa vieja canción, tan adecuada para el momento:
There lived a young boy named Rocky Raccoon, and one day his woman ran off with another guy…
Rocky Raccoon – The Beatles
Miraba hacia la calle una y otra vez; cada pareja que entraba hacía que diera ansiosos sorbos a su espresso mientras el sudor perlaba su frente y las palmas de sus manos, al tiempo que las dudas asaltaban su cabeza, una tras otra, de manera incesante.
La noche había caído ya y, de repente, allí estaba: el cabello largo, el rostro maquillado como cada vez que salían durante aquellos lejanos años en que recién se habían conquistado uno al otro, los labios coloreados y delineados. Los ojos hipnóticos que lo habían hecho suyo desde aquel primer encuentro, enmarcados por una sombra que los hacía aún más misteriosos.
—La luz de la luna definitivamente le sienta bien —pensó, pero lo peor no era lo impactante de su belleza, sino el motivo de ésta.
Por primera vez, lo vio todo claro. Sonia estaba ahí, acompañada por un hombre que se desvivía en atenciones hacia ella. Su sangre comenzó a hervir de un modo que no había sentido en toda su vida. Se abalanzó hacia la entrada del lugar y, antes de darle tiempo siquiera de entrar, la tomó del brazo y le reclamó la traición mientras ella, con una mueca burlona, le escupía en el rostro todas sus fallas, una tras otra, sin piedad ni darle por lo menos un respiro.
Las palabras se le clavaban como estacas. Justo cuando comenzaba a balbucear que aquello era injusto, la respuesta de ella le dejó helado:
—La vida es así, cariño; injusta.
Tuvo la sensación de que la vista se le nublaba y sus piernas flaqueaban como si estuviera a punto de un desmayo. El hecho de verse a sí mismo convertido en la personificación del amante desesperanzado y patético lo llenó de rabia primero por la escena que estaba protagonizando en público y de una profunda tristeza después, al darse cuenta de que sus planes de encontrar una felicidad duradera junto a Sonia se habían ido a la basura, tanto por su traición como porque ya ni siquiera se estremecía con el recuerdo de aquellas ganas de besarla que tuvo siempre.
El amor, el encanto y la ilusión se habían disuelto al verla parada en la puerta, sonriendo como solía hacerlo con él durante las primeras citas, antes de aceptar ser su novia. O como la ocasión en que, con un anillo en el bolsillo, puso una rodilla en el piso para pedirle que fuera su esposa. Era la misma encantadora sonrisa, pero ya no le pertenecía a él.
Dudó por un instante; no estaba seguro de poner los últimos dos clavos en el ataúd de su amor truncado. Sin embargo, la que él pensó sería la solución a sus problemas salió de su bolsillo y apareció entre sus dedos, lista para mezclar la sangre de la traidora y la suya propia en un último y eterno lazo especial.
¿Qué te parece el cuento? ¿Te han roto la ilusión de esa manera alguna vez? Platícame en los comentarios o a través de mis redes sociales:
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