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CUENTO – Labios de colegiala
—¿Lo estoy haciendo bien? —Preguntó mientras tomaba mi miembro con sus dos manos y lo frotaba, al mismo tiempo que asomaba con timidez la lengua entre sus labios gordezuelos (“de mamadora”, le dije siempre con cariño) para acariciar la punta húmeda y palpitante.
—Lo haces de maravilla —Le respondí, a la vez que mis manos tomaron las dos coletas que había hecho en su cabello antes de salir de casa y combinaban a la perfección con la blusa blanca y la falda cuadriculada de colegiala que se puso apenas llegamos al hotel.
Ella tenía poca experiencia sexual. A sus 23 años había cogido sólo una vez con su entonces novio, un muchacho de su misma edad e inexperiencia que, tras cinco minutos en la posición del misionero, simplemente se vino, dejándola confundida y con una sensación de incertidumbre…o eso me contó durante nuestra primera cita: una noche de cervezas, coqueteo, caricias sobre sus piernas y besos furtivos.
Ahora, a dos meses de ello, estaba hincada ante mí con una mirada de cervatilla asustada. Jamás había llevado un pene a su boca; sin embargo, lo que sucedió momentos después me hizo pensar que parecía haber nacido para eso. Fue creada expresamente para mamar.
—¡Sigue así, chiquilla! —Mascullé entre gemidos al sentir la presión de esos labios carnosos subiendo y bajando, sintiendo cada vena, empapándome por completo.
Mis manos se aferraron con fuerza a su cabello. Levanté un poco su rostro para que sus ojos se encontraran con los míos y leyeran en ellos todo el placer que estaba provocándome. Pude adivinar, con sólo mirarla, que apenas tenía idea de lo que hacía. Era consciente de que debía cubrir sus dientes con los labios para no lastimarme, pero fuera de ello, sentí que cada movimiento de su lengua fue mero instinto. Eso terminó de enloquecerme.
—¡Así, chiquilla! ¡La mamas como nadie! —Grité, sin importar si alguien ajeno a la habitación podía escucharme. “Que se jodan y se les antoje; encontré una mina de oro en esta casi-virgen”, pensé, y la idea me llevó por impulso a empujar mis caderas con más fuerza. Escuchaba su respiración sofocada, el sonido de mi carne chocando con su lengua y sus mejillas al revolver la saliva que apenas podía evitar escurriera por su barbilla hasta llegar a sus pequeños senos; a pesar de su edad, su apariencia sí era la de una auténtica colegiala, lo que, aunado a mi improvisado papel de maestro sexual, me tenía a punto de explotar.
—¿De verdad lo hago bien? —Insistió con voz entrecortada en cuanto hizo una pausa para tomar aire.
—Pequeña, ¡Lo estás haciendo como nadie! —Exclamé mientras la sujetaba por el cabello con las dos manos. —¡Ya viene tu leche! ¡Abre bien la boca!
Justo cuando estaba por terminar, hizo lo que menos hubiera esperado: liberó su cabello de mis manos y se abalanzó sobre mí justo cuando el primer chorro de semen caliente comenzaba a salir. Abrazada a mis piernas, apretando mis nalgas, recibió cada descarga de leche casi con estoicismo. Cerró los ojos, inhaló profundo y bebió hasta la última gota.
Al mirarnos a los ojos, tanto ella como yo supimos que su inocencia había terminado de morir y estaba lista para convertirse en una auténtica putita. Mi putita. Y la amé por eso durante algún tiempo.
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