CUENTO – Mustang rojo sangre
CUENTO – Mustang rojo sangre

CUENTO – Mustang rojo sangre

Aquel muchacho lucía ansioso. Era delgado, tendría no más de 20 años, una mirada limpia y en cierto modo tranquilizante, y un semblante que no proyectaba ninguna especie de maldad, lo que contrastaba con la navaja que blandía en su mano derecha mientras balbuceaba una serie de ideas que no parecían tener conexión entre sí, salvo por las preguntas que hacía acerca de la hermana del hombre al que tenía enfrente.

Decía que necesitaba localizarla, aunque cuando el interpelado trató de indagar para qué, recibió por respuesta una imprevisible serie de navajazos que apenas alcanzó a esquivar obteniendo, sin embargo, algunos pequeños cortes en los dedos que le hicieron tomar las llaves de su Mustang y salir en persecución del imbécil que se había atrevido a herirle y ahora huía de él a bordo de un brillante auto negro.

Pasó buena parte de la tarde dando vueltas en aquella ciudad clavada en medio del desierto; el motor del coche estaba ardiendo, igual que su temperamento al recordar lo que había sucedido y sentir el dolor en sus dedos.

Veía a lo lejos a su objetivo y pisaba el acelerador hasta el fondo con tal de darle alcance, sin importarle que las calles estuvieran aún repletas de personas que habían salido de sus respectivas oficinas para comer, hacer compras o recoger a sus hijos de la escuela; realmente eso le interesaba poco, lo único que deseaba era hacerle ver su suerte.

De repente, lo vio: estaba estacionado a unos pocos metros de donde él se encontraba. Ya era suyo, pensó; usaría la misma navaja con que había sido herido para obligarlo a decirle con qué intenciones estaba buscando a su hermana y arrancarle la piel a tiras si fuera necesario, todo con tal de saber lo que estaba por suceder y tanto le inquietaba.

Pisó el acelerador una vez más y el ruido del motor puso en guardia al chico de la navaja, quien trató de huir, presa de la desesperación, sin importarle la fila de niños que cruzaba la calle en ese momento al salir de la escuela. Unos segundos después se había escuchado un golpe seco, y luego otro, y otro más. Perdió la cuenta de los impactos, sólo los percibió como si fueran una especie de ráfaga macabra.

Todo sucedió demasiado rápido: el auto negro acelerando justo cuando el semáforo se ponía en rojo, el primer niño volando por los aires debido al impacto y los demás corriendo en todas direcciones, asustados y desconcertados, en círculos.

“Es una lástima que la avenida sea tan ancha”, dijo para sus adentros el conductor del auto rojo. Si hubiera sido más fácil para los niños llegar a las aceras, posiblemente se hubieran salvado de ser arrollados por todos esos automóviles que circulaban ajenos a todo excepto a la prisa, sin siquiera a ver lo que habían hecho.

En ese momento, uno de los infantes cayó en el toldo del Mustang, interrumpiendo sus cavilaciones y dejando hilos de sangre que se confundían con la pintura roja y con los rayos del sol en el atardecer al escurrir lentamente hacia el parabrisas.

Mustang 01


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