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E. T., the Stressterrestrian
Hace años me sentía constantemente al borde de una catarsis debido a los altos niveles de estrés que manejaba, en gran parte porque solía tener un trabajo “normal” con jornada de lunes a viernes en extremo demandante, tanto en lo estrictamente laboral como en la forma en que, al estar tan absorbido por mis obligaciones, afectó mis relaciones personales.
Cierta mañana, mientras hacía sobremesa con mi mamá después de almorzar unos ricos tamales que ella había hecho, platicamos sobre lo que me estaba pasando. Llegamos a la conclusión de que mis amigos y familia habían pasado a segundo plano, si no es que a tercero.
Alguna vez, un camarada al que quiero como a un hermano llegó a ofrecerme ayuda con el trabajo para que pudiéramos compartir un rato y por lo menos beber una cerveza y fumar mientras sacábamos adelante mis pendientes. Me sentí como el típico papá workaholic a quien sus chavitos le preguntan si le pueden ayudar con tal de estar con él un rato y la sensación me produjo una reacción dividida que, por una parte, me hizo sentir miserable al darme cuenta de que descuidaba a la gente que quiero y me quiere, y por otra parte, afortunado de importarle de ese modo a alguien a quien siempre he considerado uno de mis mejores amigos.
Respecto a mi familia, ya no convivía con ellos como solía hacerlo antes, cuando —por ejemplo— llegaba de la escuela o de la oficina a recostarme a los pies de la cama de mi hermana para platicar un rato con ella, o cuando me sentaba un rato en el comedor a comentar cómo estuvo el día con mi mamá mientras ella hacía cualquier otra cosa.
Me sentí muy avergonzado por todo eso, me desesperé, me enojé conmigo mismo, me dije “¡Eres un asno, Daniel! ¡Asumes que todos los que viven en tu casa te aman, aunque ya no te conozcan ni los conozcas!”. Pasé el resto de ese día con la sensación de tener una semilla de durazno atorada a media garganta, producida más que por la certeza de que no había sido muy justo con las personas que me aman, por saber que lo hacen a pesar de que no había la reciprocidad que ellos merecen, antes de que la vida decida otra cosa y sea demasiado tarde.
Para rematar, parecía que hasta la tele estaba empeñada en ponerme sensible: esa misma tarde, por casualidad, encontré E.T. mientras cambiaba entre canales y recordé cierta historia respecto a la película. E.T. se estrenó en 1983, mientras ella me cargaba en su panzota. Varios años después, cuando la vi por primera vez, me contó que la forma en que estiraba mis dedos índice cuando era niño (de hecho, hasta la fecha) le recordaban a los del marcianito y siempre me decía “A ver hijo, extiende la mano…¿Ya ves? ¡Igualitos!”.
Hoy, que ya no tengo que rendirle cuentas a un jefe de lunes a viernes pero sí cuento con dos emprendimientos que dependen por completo de mí, agradezco que durante los últimos años he podido convivir más con mi familia, conocerla, aprender incluso cómo les gusta el café a mi papá y mi mamá; incluso los choques y discusiones que se dieron al inicio de mi nuevo ritmo de vida debido a que, técnicamente, éramos desconocidos viviendo bajo el mismo techo.
Las cosas han cambiado. Siento más apego por mi mamá, la conozco un poco mejor. Siempre quise que estos dedos sirvieran de nuevo para acariciar su cara o su cabello y ayudarle con sus cosas, además de para trabajar y hacer señas obscenas.
Siempre voy a ser su E.T.
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