Maybe I’m amazed
Maybe I’m amazed

Maybe I’m amazed

Al inicio de esta semana, llevé a Gaby a una joyería porque “tenía curiosidad por conocer la medida de su anular”. El motivo fue más que obvio; de cualquier modo, desde la primera vez que le plantee la idea de casarnos ella se mostró emocionada y, de un tiempo para acá, hemos tenido trato de esposos tanto entre nosotros como al presentarnos mutuamente con amigos y conocidos, e incluso frente a nuestras familias.

Lo que ella no esperaba fue que, apenas unas horas después de haber medido su dedito, regresara a la tienda para buscar el anillo perfecto. Tenía la intención de entregárselo la próxima semana en el mirador del Monumento a la Revolución por ser su edificio histórico favorito, pero de repente, como si de una epifanía se tratara, lo tuve todo claro: el concierto de Sir Paul McCartney sería el marco perfecto para formalizar algo que, casi desde el inicio de nuestra relación, ambos deseábamos.


Los primeros toques de piano fueron mi banderazo de salida. “Maybe I’m amazed the way you love me all the time”…la abracé por detrás, recargué el mentón sobre su hombro y comencé a cantarle al oído. Me palpitaban las sienes, el nudo en la garganta producido por la emoción apenas me permitía articular las palabras. “Qué suerte que elegí cantarle al oído en un concierto y no en un karaoke”, pensé, y las frases continuaron, una tras otra, con mis brazos rodeando su cuerpo y sus manos entrelazadas con las mías, hasta que llegó el momento.

“Maybe I’m afraid of the way I really need you”. La frase que cierra la canción antes de dar paso al solo de guitarra y los coritos hechos por Sir Paul se convirtieron en mi “Ahora o nunca”.

—Gaby, hazte un poquito para allá.

Puse una rodilla en el piso, con la cajita en la mano izquierda. La abrí despacio pero firme, tragándome el miedo de que, por los nervios, el anillo saliera volando y se perdiera entre los pies de quienes estaban alrededor.

Anillo

Enderecé el cuerpo tanto como pude y entonces, como un milagro entre la música y los gritos del público que coreaban el final de la canción, mi voz salió fuerte y clara:

—Gaby, ¿Te casas conmigo?

—¡Sí, sí quiero! —dijo después de quedarse helada por un par de segundos viendo primero el contenido de la cajita y luego a mí, con los ojos llenos de lágrimas que, por la emoción, también brotaron de los míos.

Así, con la luna llena que, en una bella coincidencia, nos hacía brillar aún más los ojos, continuó el concierto después de una breve pero extremadamente intensa escena de amor, como hemos tenido miles desde la primera noche que salimos a cenar alitas y ver un partido de fútbol. Poco importó que no hubiera quién hiciera fotos o un video, ni que, salvo un chico que se dio cuenta de lo que pasaba, nadie más hiciera alboroto; de hecho, fue mejor así: sin aplausos, sin gritos, sin presión para ninguno de los dos. Ese instante dentro de ese concierto dentro de esa noche, basta para quedarse en nuestras memorias para siempre, como uno de los recuerdos más bellos que tendremos dentro de muchos años.

Gaby OK


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