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La normalización de la violencia de género
Si alguna vez te has puesto a pensar por cinco minutos dónde se origina la violencia de género antes de juzgar a quienes protestan contra ella, la respuesta está en prácticamente cada aspecto de la convivencia social.
El otro día viajaba en el Metro cuando vi a una familia (supongo que lo eran) en los cuatro asientos de al lado: papá y mamá treintañeros, una niña de aproximadamente ocho años y un niño de 10. Si no eran los papás poco importa, bien podrían ser los tíos, hermanos o primos mayores. El caso es que venían haciendo un escándalo tan notorio que terminé por apagar la música de mis audífonos para darme cuenta de que estaban jugando a “Piedra, papel o tijera”. Chido, qué buena onda que no se pierda esa bonita costumbre de echar desmadre en familia con un jueguito sano…a menos, claro, que incluya castigos.
Según pude observar en la mecánica de su juego, hacían rondas eliminatorias; jugaban uno contra uno y el que perdiera tres veces recibía como castigo una sonora cachetada. Así las cosas, en el tramo de Garibaldi a Buenavista me tocó ver al chavito cacheteando a la niña y a la adulta, y a la niña cacheteando a la adulta; siempre riendo, siempre disfrutándolo como si fuera la cosa más normal del mundo golpear a personas de su familia. No concibo cómo alguien puede considerar la violencia dentro del núcleo familiar como algo normal o divertido y más cuando la violencia se da entre sexos. No es lo mismo que dos hermanos hombres se lleven pesado y echen desmadre a que un niño le pegue una cachetada a una niña que, además, es menor que él. Como quiera, entre vatitos se desarrolla una cierta camaradería y ellos saben qué pedo, cómo se llevan y hasta dónde aguantan. Pero fomentar que un hombre golpee a una mujer desde una edad tan temprana, no puede traer nada bueno ni a uno ni a otra.
El niño corre el riesgo de crecer con una idea estúpida de que así se les trata a las mujeres y termina por volverse primero novio y luego marido física o psicológicamente violento; de esos patanes que tratan a la mujer como si fuera una máquina de coger, cocinar, lavar y planchar. La niña crece sumisa, con la idea de que el hombre es más fuerte, más listo, más hábil, mejor; desarrolla la idea de que está bien que el hombre la trate como estúpida y la someta, y luego por eso termina dejándose llenar la barriga cada que al mandril que seguramente conseguirá como pareja se le antoja, o renunciando a una carrera laboral prometedora para dedicarse a cambiar pañales, lavar trastes y fregar pisos ella sola. O tal vez va por las caguamas a la tienda y por la barbacoa para que el panzón que está tirado en el sofá vestido con una camiseta grasienta y el short de su equipo llanero de fútbol plagado de ebrios iguales a él pueda almorzar mientras ve el partido estelar de la jornada.
Quizá será la tristemente clásica mujer que, al ser defendida por un extraño mientras su pareja le agrede en la calle, saldrá en defensa de su Romeo diciendo cosas como “Es que yo me lo gané”, “Él me ama aunque me pegue”, “Así nos llevamos”. Justificará sus ojos morados o brazos y piernas enrojecidos frente a otros, dirá que ella tiene la culpa, que está fallando como mujer, cualquier cosa que le permita seguir hundida en la mierda y en el conformismo evitando la valiente decisión de mandar al carajo a un desgraciado infeliz que no la merece ni la valora.
Se convertirá en una víctima más de la pésima educación que recibe la gente de este país, de la falta de cultura fomentada por los roles de género arbitraria y convenientemente establecidos por la ignorancia, la desinformación y los dogmas religiosos que ayudan a mantener a la mujer con la bota sobre el cuello y el fregador en la mano. El clásico machismo que sigue manteniendo a esta sociedad en un agujero miserable que no le permite avanzar.
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